El pasado 11 de diciembre se cumplían 25 años del atentado contra la Casa Cuartel de Zaragoza que acabó con la vida de 11 personas, entre ellas 5 niñas. Uno de los responsables de aquella matanza fue Henri Parot, condenado a casi 4.800 años de cárcel por la imputación de 82 asesinatos. El Tribunal Supremo dictó una doctrina que lleva su propio nombre, la «doctrina Parot», para evitar su puesta en libertad tras cumplir 30 años de condena.

Hoy recordamos la masacre de Zaragoza, a través de un reportaje que fue publicado en el último número de la revista VCT. Una masacre que podría repetirse si finalmente el Tribunal Europeo de Derechos Humanos revoca la ‘doctrina Parot’ que mantiene en la cárcel a los terroristas más sanguinarios de ETA.

El pasado 11 de diciembre se cumplía el 25 aniversario del atentado más sangriento de ETA contra viviendas de la Guardia Civil. El segundo gran atentado cometido por ETA en Zaragoza. El primero tuvo lugar el 30 de enero anterior a dicho 11 de diciembre, cuando un coche bomba cargado de unos 50 kilos de goma 2 estalló en la Plaza César Augusto, al paso de un autobús de profesores de la Academia General Militar. En aquella ocasión resultaron muertas dos personas. El número de atentados perpetrados por ETA a través de este sistema coincidía esta vez con el número de muertos a causa de la enorme explosión que sacudió la capital aragonesa el 11 de diciembre de 1987: Once personas. Cuatro familias rotas y destrozadas.

En aquella terrible mañana los relojes se detuvieron a las seis y diez de la mañana. Faltaba una hora y media para el amanecer cuando la ciudad de Zaragoza se vio sorprendida por una terrible explosión que tenía como objetivo la casa-cuartel de Zaragoza. Un automóvil, modelo R-18, fue aparcado en la calle donde se encontraba la fachada lateral de la casa-cuartel de la Guardia Civil. Su interior almacenaba 60 kilos de amonal. En ese mismo instante salieron del vehículo dos individuos, sin que el guardia que estaba en la puerta de vigilancia pudiera reaccionar. Cuando éste avisó a los terroristas para que apartaran el R-18 del lugar donde estaba prohibido el estacionamiento, y sin poder avisar prácticamente a su compañero, el amonal puso de manifiesto, una vez más, sus efectos más terribles.

Una parte del edificio donde se encontraban durmiendo seis familias, se desplomó en segundos. Para entonces, los terroristas ya habían conseguido huir en el automóvil que tenían preparado para escapar airosos. La onda expansiva golpeó arriba y abajo del barrio de la Jota barriendo cuanto se interpuso en su paso. Saltaron los cristales de prácticamente todos los alrededores, que aparecían sembrados de vidrios y cascotes procedentes de las viviendas vecinas. Bloques enteros de pisos aparecían con las ventanas destrozadas y persianas reventadas. Puertas arrancadas, paredes agrietadas, baños desechos, muebles partidos, cortinas rasgadas, armarios reventados, techos caídos y cristales rotos en pedazos por todos los sitios componían una trágica imagen de las viviendas, mientras las terrazas aparecían sembradas de marcos, cascotes y cristales. Las familias, muchas de ellas sorprendidas en el último sueño, no podían imaginar lo que les ocurría. Parecía el fin del mundo para ellos. Una madrugada silenciosa, de niebla y frío, había dejado paso a una situación de caos, dolor, rabia y dramatismo en un escenario dantesco y ruinoso.

El sueño para once personas fue interrumpido para siempre. Once muertos, de los cuales, cuatro de ellos eran niñas, y una cuarentena de heridos sufrieron las devastadoras consecuencias del coche-bomba que ETA había activado en la casa-cuartel de Zaragoza. Los sollozos, el pánico y el terror no tardaron en aparecer. Los supervivientes y los que pudieron salir con vida bajo los escombros buscaban desesperadamente a sus familiares, y muchos de ellos, a sus hijos. Las caras desencajadas y los lamentos rompían el silencio de una mañana que se presentaba tranquila en la capital aragonesa. La primera niña que extrajeron de los escombros aparecía muerta con toda la parte lateral de la cara aplastada. Era una de las gemelas de la familia Barrera. La otra gemela murió ahogada bajo los restos de la casa-cuartel que saltó por los aires aquella fatídica madrugada. Su tío, Ángel Alcaraz Martos, de apenas 17 años, también aparecía sin vida de aquél complejo de viviendas que pronto se convirtió en un auténtico campo de concentración. Juan José Barrera, padre de las gemelas, con fuertes contusiones y heridas por toda la cara, sólo quería encontrar a sus hijas de los escombros. “No voy a ningún sitio, ni tengo frío. Sólo quiero saber dónde están mis hijas. Quiero que me digan qué ha sido de ellas”, ésas eran sus palabras que repetía insistentemente con la voz desgarrada y desconsolada ante la impotencia de no encontrar a sus hijas.

Los familiares deambularon por los centros en busca de sus familiares heridos. Sin embargo, Juan José Barrera, al igual que otros, se enteró de la muerte de sus pequeñas al llegar al clínico. Él no las había encontrado. La confusión y el caos se apoderó de Zaragoza aquél día. La elaboración de la lista de muertos y heridos ocasionados por el atentado etarra que asoló las viviendas de la Guardia Civil estuvo jalonada de grandes dificultades debido a la confusión reinante y a los problemas de identificación de las víctimas. Primero eran seis los fallecidos, luego siete. Posteriormente se creía más cadáveres aún bajos los escombros. Los nervios estaban a flor de piel y eran palpables. Finalmente, la lista se engrosó hasta once fallecidos. ETA volvió a matar de la forma más vil: Acabando con la vida de cuatro niñas de corta edad. Cuatro ángeles fueron sepultados para siempre.

Centenares de personas soportaron el frío y la lluvia a las puertas de la capilla ardiente de la Guardia Civil que fue instalada para acoger el cuerpo de las once personas asesinadas. En el momento en que los coches mortuorios que transportaban los pequeños cuerpos de las gemelas Esther y Miriam Barrera se abrieron paso entre la multitud, la emoción llegó al límite. Gemidos, gritos y hasta desmayos acompañaron el corto recorrido de los ataúdes blancos. Sus padres, Juan José y Rosa, y toda su familia, al igual que la del resto de niñas fallecidas, lloraban la muerte de sus pequeñas. Estaban sumidos en el desaliento, la desazón y el desamparo que sufren unos padres que pierden a sus hijos. Estaban muertos en vida.

Las muestras de apoyo no se hicieron esperar. La repulsa fue enérgica y unánime por el atentado que conmocionó a todos los estamentos del país. Por aquél entonces, ETA también gozaba de una estructura política legalizada, como ocurre actualmente. Las voces pidieron su ilegalización eran casi incesantes. Nadie podía entender cómo unos terroristas sanguinarios pudieran tener un respaldo legal en un Estado de Derecho.

Las manifestaciones fueron multitudinarias y el apoyo masivo. Las muestras de apoyo inundaban los periódicos de toda España. José Ramón Recalde, consejero de Educación del Gobierno Vasco, llegó a dedicar una columna al atentado que decía: “Han muerto inocentes. Pero los niños fallecidos son inocentes incluso de las culpas sociales que se gestan por el mero vivir. Si de siempre su sufrimiento ha sido escándalo de Dios, hoy su sacrificio en el altar de la patria vasca hace caer sobre todos los vascos la sangre inocente derramada. A ellos les dedico el siguiente fragmento de una canción: Descansad como si estuvieran en casa de su madre, sin temor a las tormentas, protegidas por la mano de Dios”.

Algunos, hijos de guardias civiles que no habitaban en la casa cuartel, intentaban que alguien les explicara por qué. Quién pone una bomba. Quién estaba detrás de la masacre. Quiénes eran esos “hombres malos” de los que todo el mundo hablaba. El director del colegio de una de las niñas llegaba a decir: “¿Quién puede explicarle a un niño por qué ha muerto su compañera?”.

Todo ello tuvo que sufrirlo la familia Alcaraz. Sus vidas cambiaron para siempre aquél sanguinario 11 de diciembre. Ya no tenían con ellos a sus dos gemelas ni al “tito” Ángel. Cada vez que esta familia recuerda aquel día sus caras cambian por completo. Sus ojos se inundan al tiempo que el dolor rompe sus corazones. Sin embargo, nada de ello parece importarle al actual Gobierno de España que preside Mariano Rajoy. El pasado 11 de diciembre se cumplía su 25 aniversario que celebraron en el monolito dedicado a las víctimas del atentado en Zaragoza. Nadie del Gobierno se puso en contacto con ellos para invitarles a la ofrenda floral que el Gobierno iba a entregar ese día en memoria de los fallecidos. La familia Alcaraz siempre ha sido un lastre para el Gobierno de Zapatero que inició el proceso de negociación con la banda terrorista ETA y que aún continúa vigente con el Gobierno de Mariano Rajoy. Esta familia nunca ha dejado de alzar la voz para exigir Justicia para Esther, Miriam y Ángel. Y nunca lo harán porque cuentan con el respaldo de la mayoría de los españoles que arropan, convocatoria tras convocatoria, todas sus reivindicaciones en memoria de las víctimas del terrorismo.

Con el Gobierno o sin él, Francisco José Alcaraz y Mamen Álvarez no iban a dejar solos a Esther, Julia y Ángel en un día tan señalado. Acudieron la mañana del pasado 11 de diciembre para rendirles su particular homenaje. Solos, sin oficialismo y demás parafernalia que poco después se iba a celebrar en esa plaza. José y Mamen lo hicieron en silencio, con un ramo de flores y con sus fotos, que siempre guardarán en el recuerdo. Con ellos, también estábamos todos los españoles. Esta vez con el corazón, pero siempre a su lado.

 Álvaro Ortega.